
Algunas mujeres aseguran que los hombres nos hemos contagiados de los nuevos tratamientos estéticos indoloros, y estamos, como esa moda, demasiado “no invasivos”. De ser cierta esta afirmación, yo me voy a dedicar a un solo espécimen de no invasivo: me refiero al que se quemó con leche y cuando ve la vaca llora. Y como un buen ejemplo vale más que la mejor definición, describamos una escena típica de alguien de esta raza.
Digamos, pues, que Adán está bebiendo un café en un bar y nota que hay una dama sola leyendo un libro en otra mesa y que, cada tanto, sus miradas se cruzan con un esbozo de sonrisa. Adán piensa al toque: es mi oportunidad. Su mente esgrime qué estrategia utilizar para acercarse a ella e intercambiar algunas palabras. Se le presentan dos opciones: que lo rechace, lo cual lo llevará a retirarse avergonzado y frustrado del lugar. O que ella corra una de las sillas y lo invite a sentarse. Alentado inesperadamente por la segunda posibilidad pasa a suponer qué pasará después. Su imaginación vuela y en los pliegues de su cerebro ya están los dos haciendo el amor ardorosamente en un hotel. También supone que al día siguiente ella estará horas y horas esperando que él la llame por teléfono y cuando lo haga, la joven se hará la indiferente, mintiéndole que estuvo muy ocupada y no se acordaba que habían quedado en comunicarse. Una vez salteado este “histeriqueo” inevitable de la mina, quedarán en ir al cine pronto.
Mientras muerde una medialuna, Adán sigue conjeturando. Presupone a la muchacha insistiéndole en que debe conocer a su familia, a saber, infiere, una madre que lo verá como a un estúpido, y un padre que lo considerará un violador de vírgenes. A esto se le sumará un cuñado obsceno y desubicado (nunca faltan) y un tío depravado que mira a su sobrina como si fuera una bailarina del caño de Tinelli. Semanas más tarde, sospecha Adán, ella inundará su departamento con muebles, vestidos y baúles, su perro salchicha y sus pesadillas nocturnas (las Evas siempre sueñan cosas terribles y despiertan a todo el barrio a los gritos).
Mientras bebe un sorbo de agua, Adán vislumbra también que la convivencia con esa mujer le traerá otro problema, los celos: ella le controlará la casilla de e-mails, el celular, los bolsillos del saco. Y le exigirá hacer inversiones que no desea y bailar salsa, tango o veranear en sitios lejanísimos, para luego un día venir con cara larga y declarar: “esta relación ya no me sirve” y dejarlo más solo que Ben Laden en New York, y encima llevándose el reloj de pared, antiguo recuerdo de la abuela de Adán.
Finalizada esta presunción, es muy probable que Adán se pare, le pague al mozo, vaya hacia la dama y le diga: “ya sabés donde te podés meter el reloj de mi abuela”. Ante lo cual Eva pondrá cara de asombro y seguirá pensando que ya casi no hay hombres, y que los pocos que quedan, están absolutamente locos.
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