
martes, 14 de abril de 2009
El síntoma de que existimos

Un hombre publicó en el principal periódico de Finlandia un anuncio de 26.000 euros para encontrar a la mujer de su vida. Según trascendió, el señor la vio una noche de febrero en un céntrico restaurante finlandés, pero no se atrevió a hablar con ella. Y la chica se fue nomás.
Ahora ha decidido recurrir a un medio de comunicación para contactar a esa "elegante mujer rubia con coleta". Y se dice que el misterioso Romeo es un ejecutivo ruso que viaja seguido a Helsinski.
Digo: ¿estaría bajo los efectos del vodka y capaz que si la vuelve a ver por la calle no la reconoce?
No sabemos. Pero este tema del “flechazo” instantáneo, esa pedrada en el ojo que sentimos algunos tipos ante esa “mina” distraída que nos impacta en un subte, en la escalera de una facultad, o en la pantalla de televisión cuando protagoniza una serie americana, nos genera reflexiones interesantes.
¿Por qué? Porque ese idilio irrefrenable lo produce casi siempre una muchacha a la que Pancho Dotto no contrataría ni como recepcionista. Pero tiene “algo”, “brillo”, “ángel”, es como si una luz bajara del cielo y la iluminara solo a ella. Nos provoca un encantamiento, en el que el deseo sexual es como el silencio después de la lluvia. Y el corazón se nos obstruye en la garganta gritando: “¡ Es Ésa!”. No otra.
Lacan, de escucharnos, insistiría con que “amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es”, pero lo real es que en ese instante estamos petrificados ante una imagen de mujer que se nos convierte en un síntoma: el síntoma de que existimos.
Esta idealización inevitable y selectiva, actitud que practicamos desde que miramos a quien nos dio la primera mamadera, corre luego tres destinos.
Uno, el de nuestro congénere ruso, capaz de dilapidar 26 lucas para ver si le puede poner el zapatito a su Cenicienta, y si no lo logra se quedará como Penélope, tejiendo la neurosis del sueño imposible.
Otro es reencontrarla y verla bien de cerca, y descubrir que tiene el pelo mal teñido, los dientes marrones, es setenta centímetros más baja de lo que imaginamos, y encima se llama Roberto: es un travesti.
La tercera opción es la más común y tiene que ver con cruzarse con ella de nuevo e invitarla a salir, y disfrutar de sus varitas mágicas, mientras dure ese tiempo inexorable en el que la hechicera se nos convierte en bruja.
Esto del amor a primera vista estilo Hollywood a mi ya no me pasa más. No sé si me falla el amor o la vista, o me inhibe el haber visto demasiadas veces, el final de la misma película.
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