martes, 28 de julio de 2009

Argentina, país cabalero


Mi mujer acaba de poner un plato de arroz con pedacitos de tiza debajo de mi cama, para que no me duela la espalda. Y también hoy compró un elefante bordó en el barrio chino de Belgrano que no sé qué benéfica fortuna nos proveerá si uno lo lleva en el bolsillo a una entrevista de trabajo. De noche, ella me pide que no barra el piso del comedor después de cenar, porque di dice que eso ahuyenta el dinero, (ahora sé porqué nunca tuve un cobre, por limpito, no por ser un inútil).

Mientras, mis vecinos devotos del feng shui me sugieren dejar siempre tapado el inodoro y bien cerrada la puerta del baño, y no es por el mal olor, precisamente.

Años atrás una pareja amiga de arquitectos, muy prestigiosos ellos, me regalaron una planta tipo
hongo gigante con aspecto de flan flotante que según aseguraron, puesta en el living, producía el ingreso de riquezas en la familia. ¿Sigo?

Si, crucen los dedos y continúen leyendo, please.

Desde que tengo memoria he visto gente persignarse si se les cruza un gato negro, escaparle a pasar debajo de una escalera, o gritar que les han hecho un mal de ojo cuando tienen una cefalea horripilante. Son los mismos que les hacen “cuernitos” a un cortejo fúnebre, se quieren matar si rompen un espejo, te aconsejan llevar una cintita roja en la muñeca contra la envidia, y no salir de casa los días 13, en especial si son martes.

De tiempos remotos nos llegan creencias ancestrales sobre el espíritu benéfico que habita en los árboles (¡toco madera!), y nos previenen que abrir una sombrilla o un paraguas dentro de una casa es un terrible sacrilegio. Para peor, a la lista de supersticiones, leyendas urbanas y yetas populares, se suman las propias de cada profesión. Los actores le escapan al amarillo si tienen un estreno, y gritan “¡mucha merde!” y no ¡buena suerte!, recordando sin saberlo, a aquel teatro francés de siglos pasados en el que los espectadores llegaban en caballos y carretas, y si el espectáculo era un éxito el suelo quedaba más que abonado por los bollitos equinos.

Los capitanes de ultramar aconsejan no contar nunca los escalones al subir y bajar en los distintos los distintos niveles de la cubierta del barco, ni llevar plantas de batata a bordo. Los marineros deben subir por estribor, poniendo siempre el pie derecho primero al ascender. Las bailarinas clásicas se desean un “que te rompas una pierna”, y los deportistas se inventan una cábala distinta antes de cada encuentro.

Sí, gente, fuimos criados en la escuela para vivir en el marco de lo práctico y urgente, y la filosofía de Descartes (pienso, luego existo) tiñó toda nuestra educación. Sin embargo, la capacidad (léase necesidad) de los terrícolas de creer en lo mágico y lo misterioso nunca se agota. Y en la querida Argentina la superstición goza de buena salud, ya que nuestra mente es aficionada a extraer causas de las casualidades, y si mañana a alguien se le ocurriera rumorear que el azul es el color de la fatalidad, hasta los policías y bomberos se vestirían de naranja.

Pero, simplifiquemos la cosa, pues todas las supercherías del mundo, chicas, se agotan en tres anhelos: salud, dinero y amor. El bicho humano desconfía de lo que le puede deparar el destino, y nuestro inconsciente vernáculo, que desciende de la paciencia desafortunada de los indígenas, y del desarraigo melancólico de los inmigrantes, no es proclive al optimismo. Por el contrario, llevamos el tango bien escondido en los ovarios y testículos.

El futuro angustia, obvio, y de aminorar el miedo a la pérdida y al ataque viven las clarividentes y los expertos en sondeos de opinión. Hasta los candidatos políticos y presidentes, aquellos que deberían estar del lado de la ciencia, y señalarnos las grandes verdades de occidente, ostentan supersticiones, consultan gitanas… ¡y encima lo confiesan!.

Entonces, si la seguridad del sujeto es evanescente y la consistencia del mismo se basa en su deseo tembloroso e indeciso, ¿qué mejor ansiolítico que una buena pata de conejo en el portafolio del caballero o la cartera de la dama?

Todo intento de exorcizar la perplejidad y la falta de confianza en nosotros mismos vale. Porque como dice un correntino amigo, “yacaré que se duerme, se convierte en cartera”.
Ahora digo: la superstición ¿ es cosa de polleras?
Si activo las huellas de mi memoria, así como se enciende una tira de lucecitas de navidad, recuerdo de inmediato que todas las clases de ocultismo casero las recibí de las mujeres de mi vida. Empecemos por mi abuela, que le curaba las verrugas a mi hermano menor tirando sal gruesa por sobre su hombro al llegar con él a una bocacalle. Sigo con mi madre, que creía que cuando un perro aullaba era porque alguien estaba por morirse en el barrio, y se persignaba hasta acalambrarse si se le rompía un espejo, o esquivaba los gatos negros mejor que un “puma” a los rugbiers franceses.

Mi primera esposa, que no se quedaba atrás en esto del pensamiento mágico, cada vez que terminaba de limpiar la casa aplaudía fuerte, daba un golpe al piso con el taco y encendía un sahumerio para alejar los malos espíritus. Mi suegra actual cura el empacho con una cinta métrica, y mi nueva cuñada cree que la mayonesa se corta en presencia de una embarazada.
Pero ellas no inventaron estos actos compulsivos, estos devaneos prejuiciosos. En realidad, en el origen de todas las culturas se esconden aislados tabúes que trascienden los tiempos y que a veces la mente religa. Si, dogmas que generalmente estuvieron asociados a una prohibición, o al simple cagazo milenario al futuro y a los designios de la naturaleza.
Ahora bien: si analizamos la historia veremos que los machos no somos tan devotos del pensamiento científico y la racionalidad como parece. No solo porque reyes y emperadores hayan convivido siempre con profesionales de la intuición, desde el tebano Tiresias, pasando por Rasputín y terminando con Lopez Rega (y algunas brujas asesoras). Sino también porque desde los más primitivos guerreros, que sentían un pavor agorero a los espíritus de los enemigos muertos en batalla, llegando hasta los hechiceros del fútbol, que queman incienso en las canchas, o los lectores fanáticos de Nostradamus, que te predicen el Apocalipsis a cada rato, algo denota que los tipos también sentimos que no todo es nombrable, y que donde no llega el lenguaje, se oculta toda una constelación mítica que sirve como sustrato a cualquier conducta de un ser ante lo imprevisible, tenga el sexo que sea.
Suena reiterativo, pero es así. Dejar la panza de mamá, en síntesis, es un trauma insuperable. Una vez abandonada la experiencia de no carencia, aquella completitud real o alucinada, solo nos queda, luego del primer pañal, una falta inasimilable, una pesquisa que metonímicamente se va posando en objetos y personas, en la búsqueda eterna del paraíso perdido, requiriendo ese instante nirvanesco que nos conecte con aquel pasado inanimado. Deseamos volver a ser lo que fuimos, pero es imposible, porque la vida es tensión, duda, y en el mejor de los casos, una feliz incertidumbre.
Aún así, se ve que ante toda encuesta, a los hombres nos gusta decir que no somos supersticiosos, primero porque nos hace parecer inteligentes y seguros, y segundo, obvio, porque afirmar que uno es cabalero, trae mala suerte.
De todos modos y por las dudas, les aconsejo copiar esta nota y enviárselas a siete amigos por correo ya mismo; si lo hacen, en cuatro días recibirán un regalo inesperado, tendrán excelente salud en el año que corre, y espantarán para siempre las malas hadas y la gripe porcina. Eso sí, ojo, no se les ocurra cortar esta cadena. No me responsabilizo de las consecuencias. Vade retro, che.

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