
Una revista de ciencias americana asegura que “un gran porcentaje de hombres jóvenes suelen confundir las señales de amistad de las mujeres como interés sexual”, mientras que las minas tienen una sintonía más fina que les permite diferenciar la sonrisa del amigo real, de la mirada cargada de espermatozoides del resto de los mortales varones. Este es el resultado de una encuesta hecha en el país del norte.
Aquí, en nuestros pagos, diríamos, disculpen mi recurrencia, “¡chocolate por la noticia!”, pues sabemos que de haber aplicado ese estudio en el ámbito vernáculo, plagado de descendientes de la más pura sangre latina, para nada anglosajona, el resultado hubiera sido que el 100 por ciento de los tipos creen que hasta la recepcionista del shopping que les indica donde quedan los baños, si sonríe demasiado, es porque está buscando guerra.
Y sí, recuerden que para un macho argentino el no de ella es un quizás, y el quizás, un si. El problema es sencillo, la inteligencia masculina tiene límites, pero la estupidez no.
Sin embargo, todo tiene una razón y hallarla no evita el malestar social menor que causan las confusiones, pero al menos nos achica la angustia de saber porqué metemos la pata tan seguido.
Primero digamos que los Adanes nos manejamos en tres planos al mismo tiempo: imaginario, simbólico y real. Lo imaginario es la imagen que se nos presenta, lo simbólico es cómo la interpretamos, y lo real es lo que pulsa desde lo más oscuro de nuestra mente para que veamos las cosas de esa manera y no como son. Pero esa “idea fija”, que ante las damas nos convierte en animalitos en celo, deviene de una falta que tiñe toda observación.
Necesitamos creer que cualquier Julieta puede estar cachonda con nosotros solo porque nos pregunta la hora o nos tutea. Requerimos soñar urgentemente su deseo, aunque más no sea para sumar un ladrillito falso más a nuestra vapuleada autoestima.
Así pues, la amistad entre sexos opuestos heterosexuales trae fecha de vencimiento, ya que aunque ella lo perciba a él como al hermano que no tuvo y él la vea como a Cachito, su mejor compinche, siempre llega el día en el que la necesidad tiene cara de hereje, la sequía apremia, y hasta un canapé de mortadela sabe a caviar. Y el instinto descorre el velo de los principios.
Pero también es preciso denunciar que ellas no son personajes inocentes en esta ficción que es la vida cotidiana, pues si es tan cierto que las Julietas gozan de un ojo más exigente que les permite distinguir la paja del trigo (nunca una metáfora vino mejor): ¿por qué se siguen subiendo al taxi de ese chofer que las mira con cariño, estudian con el compañero que le censura todos los novios, le hacen chistes a ese jefe que les regala flores todos los días y con el que nunca van a salir?
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