martes, 12 de agosto de 2008
La infidelidad femenina no existe
Cada tanto, en los medios masivos publican notas para avivarnos de que la infidelidad femenina es una epidemia y está en aumento, y que de los cuernos que ellas nos van a poner, ningún macho se salva.
¡Vamos! Esto no es nuevo. Ya en la Edad Media los cruzados las miraban de reojo, y a algunas les querían aplicar el cinturón de castidad, en aquellos días en los que Shakeaspeare escribía sobre los desvelos de Otelo.
Y cuando resuenan estos temas, más de un santo varón se persigna y contrata un detective de señoras para que descubra lo que en el fondo no quiere saber. Y siente que tiene una sospechosa dentro de la casa, y un enemigo potencial afuera.
¡Calma, calma! No toda luz roja es la de un albergue transitorio.
Si, es cierto, las chicas ya no son como Lucille Ball en Yo quiero a Lucy, aunque tampoco ellas son totalmente como los personajes de Sex and The City, cuatro estereotipos que revelan distintas etapas de la existencia de una sola mujer de hoy.
Pero sincerémonos, la infidelidad femenina no existe. ¿Por qué? Porque ninguna Julieta (en su sano juicio) se le ocurriría engañar a ese Romeo que adora y con el cual se siente amada, deseada, contenida, protegida y valorada.
A ese señor que siente su señor, no necesita jurarle fidelidad, porque no hay otro ocupante posible para su corazón y su deseo.
Pero en la mayoría de los casos somos nosotros, los Adanes demasiado ocupados en reconquistar el poder en el Paraíso, los que la entregamos al prójimo, aunque no queramos darnos cuenta. ¿Cómo? Sencillo. Cuando a un tipo le gusta mucho una mujer intenta acercarse a ella de mil maneras, la percibe como el “objeto imposible”, inventa estrategias locas y múltiples, es un jinete creativo que cabalga brioso sobre sus pulsiones rumbo a ese sueño con zapatos de taco aguja, y saca ideas a granel de la galera para apoderarse de los misterios que ella encierra.
El quiere recorrer ese cuerpo poro a poro, conocer su apasionante geografía, y se las ingenia para hacerle regalos exóticos, decirle piropos constantes, escribirle poemas, aunque sean robados de un libro de Bécquer y transcriptos con faltas de ortografía. Y finalmente Dios le guiña un ojo y ella baja la guardia, y el milagro sucede.
Pero, y aquí viene lo triste, unos cuantos orgasmos más tarde (perdón que sea tan crudo) los impulsos de él galopan en retirada. Se acabaron los chocolates con frases románticas, las flores están muy caras, del aniversario ni me acuerdo, no tengo tiempo de escucharte decir otra vez lo mismo, y el sexo queda para el año que viene. Encima ya no se afeita seguido y se le cae la baba sobre la incipiente busarda, mientras mira Bailando Por Un Sueño con un trozo de pizza en la mano. En síntesis, cuando el rey se convierte en sapo, a ella no le queda otra que pasarse a otro cuento, otra historia donde todavía vuelen las hadas, dancen los duendes, y haya príncipes encantados.
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