miércoles, 20 de mayo de 2009

Adivina quién viene a cenar


Cuenta la prensa que Verónica Castro no acepta a sus nueras, y que esto le genera los divorcios a Cristian, el damnificado en cuestión.

¿Será cierto? Lo real es que muy lejos del estrellato, a nosotros los mortales, muchas veces nos pasa lo mismo.  Cuando somos jóvenes (y no tan jóvenes) encontramos nuestra media naranja (algo nada fácil), lo anunciamos llenos de felicidad…y al instante nos acechan madres, padres, suegras y suegros, amigos, compañeros de trabajo,  quienes son los capitanes de un ejército de convidados de palo que se meten, opinan, influyen y en muchos casos terminan ocasionando la separación de nuestra pareja. 

De eso trata la clásica obra Romeo y Julieta, después de todo, de mostrar como los hincha pelotas que nos rodean no perdonan la felicidad ajena. Ellos no entienden que la elección de objeto de amor es algo mágico, un flechazo de Cupido, o una reducción fenomenológica que hace nuestro inconsciente, por la que ve alguna imagen fantasiosa, y por eso esa persona tiene brillo, o no, más allá de ella misma.

Pero la vida que es sabia, y tarde o temprano nos pone del otro lado del mostrador. Y así es que en la madurez de nuestros días, ya siendo papis y mamis veteranos nosotros mismos, nos toca descubrir que esos “polluelos” que criamos a base de agua mineral hervida, colegio parroquial selecto, deportes acuáticos purificados, inglés y francés obligatorio y clases de piano con una concertista…¡ nos traen unos novios o novias espantosos! 

Y nos preguntamos: ¿cómo la nena (de 23 años) puede darle un beso a ese vagabundo que tiene las crenchas como Bob Marley y se baña una vez por lustro? 0  sino: ¿cómo mi bebito (que ya pasó los 30) se casa con esa chiruzita indocumentada tan bruta que no sabe ni multiplicar por cero? Y casi siempre es así, él nene irrumpe nuestro living con una señorita que no contrataríamos ni para que nos pasee el caniche, y ella, la hija preferida, nos sorprende con un bebote adolescente que no quiere terminar el secundario, o un cincuentón divorciado con seis hijos a cuestas, o un africano puro que vende bijouteríe de plástico, y trae la película Adivina Quien Viene A Cenar bajo el brazo. 

“¡ Herodes volvé que te perdonamos!” gritamos olvidando nuestra etapa hippie y todas las rebeldías juntas que juramos defender.

Pero esta historia empezó hace tiempo. La cosa es así: a nuestro crío le tocó nacer y de golpe, mientras retozaba en su cunita, lo quisimos convertir en la suma de todas las perfecciones valiosas. Hasta le agradecimos el popó que hacía a cada rato como un regalito del cielo. Le hicimos sentir que era el portador de un yo ideal. El nuestro.  Después la sociedad lo enfrentó a la mirada de los extraños, impiadoso espejo  que lo incorporó el principio de realidad con un trompazo.

Pero pensemos: el muchachito y la bebota que parimos siempre vienen a este mundo, sujetos a un secreto mandato: tienen que cumplir nuestros sueños irrealizados. Si, aceptémoslo,  todavía no se le cayó el ombligo al pibe y ya nos parece descubrir sus habilidades para el rugby por cómo aprieta el sonajero, y  en cuanto la “chancletita” apile derechitos dos dados de plástico ya la queremos anotar en la facultad de ingeniería. 

No es necesario pensar demasiado para descubrir que esa criatura privilegiada de la especie, nuestra novena maravilla, será poco para cualquier mina o tipo, según el caso. Y apenas aparezca ese criminal que nos roba la Rosa Púrpura del Cairo, lo mediremos con varas infinitas, y parámetros que jamás podrá llegar a cumplir. Y nos parece que nuestros pollitos  son como Cliba, que se agarran toda la basura que encuentran en el camino.

 Pero esta es sólo una parte del cuento. Hay otra consecuencia que provoca el desarrollo de los hijos e hijas, y es justamente, eso, que crecen,  que se van, a veces sin mirar atrás,   y una terrible herida narcisista se nos abre irremediablemente en el corazón. Para trabajar este duelo es necesario generar proyectos originales, transitar nuevos caminos, recrearnos. 

Lo contrario sería encerrarnos a ver albúmenes de fotos con olor a naftalina, o escuchar viejas grabaciones de canciones infantiles, inútil tarea,  dado que El Gallo Pinto ya no canta, se durmió, y ya nadie extraña su cocoricó. 

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